Hubo una vez en Esciros, isla del mar Egeo, un rey llamado Esqueneo cuya hija, Atalanta, había sido educada en un ambiente muy permisivo y colmado de mil y un caprichos. A la joven Atalanta le gustaban las actividades de todo tipo, y entre ellas se encontraba la actividad de la caza. Se pasaba los días enteros con su carcaj de flechas sobre su espalda buscando animales a los que atrapar. Tal era su afición y maestría que ni siquiera los centauros del lugar conseguían alcanzarla en su habilidad.
Sin embargo, aquella dura afición le pasó factura endureciendo su corazón. Un corazón que no se reblandecía con nadie, ni siquiera con la mirada amable de sus muchos pretendientes, entre los cuales se encontraba el valeroso Hipómenes. El joven, acudió cansado al Olimpo para contar a los dioses su desventura amorosa e infructuosa con la joven Atalanta, y Venus, compadecida, decidió entregarle tres manzanas de oro del Jardín de las Hespérides recomendándole que participara con inteligencia en una próxima carrera en la que participaría también la joven.
El día de la famosa carrera, cuando dieron la señal de salida para comenzar, la joven Atalanta partió a la velocidad del rayo dejando a todos los pretendientes que habían acudido atrás. Entonces, Hipómenes dejó caer sus tres manzanas sobre el terreno bien distanciadas, y tal era el afán cazador de Atalanta, que se volvió parando la carrera sólo para recogerlas. De este modo, y haciendo un gran esfuerzo, Hipómenes llegó el primero a la meta, obteniendo así la atención y, más tarde el amor, de la joven Atalanta, que quedó prendada ante tal esfuerzo.
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